CONFERENCIAS, TALLERES, PONENCIAS, TEATRO, MÚSICA, CINE, ARTES VISUALES

20 AL 25 DE SEPTIEMBRE
USHUAIA

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Conferencia del Dr. Ricardo Forster


Presentación
Filósofo, ensayista , Dr. en filosofía por la Universidad de Córdoba investigador y profesor de las Facultad Ciencias Sociales de la UBA, profesor y miembro de la Universidad de Maryland ha sido invitado en distintas universidades de Estados Unidos, México y España y en el año 2008 creó junto a Nicolás Casullo y Horacio Verbistky el espacio “Carta Abierta”. Condujo el año pasado el programa de televisión “Grandes pensadores del siglo XX” emitido el canal Encuentro. Es miembro del comité de dirección de la revista “Pensamiento de los Confines” y colaborador habitual de Página 12. Y tiene una vasta obra, no voy a leer todos los títulos. Los dejo entonces con Ricardo Foster.

Bueno, antes que nada, buenas noches a todos, la verdad para mí es un gustazo poder estar acá en Ushuaia, primera vez hacía mucho tiempo que tenía ganas de conocer estas geografías argentinas y bueno esta es una oportunidad la verdad más que interesante para poder hacerlo y para poder conversar con ustedes.
La memoria teje sus hilos caprichosamente, cada época cada generación vuelve a escribir, vuelve a interpretar y de alguna manera transforma aquello que ha quedado a nuestras espaldas. El pasado no es algo que ya está construido, que ya está definido. No es un objeto que ocupa un lugar en una vitrina en un museo, sino que el pasado es un ámbito de litigios, de diversos conflictos. Es una puja en torno a la verdad, en torno al sentido. Un mismo pasado puede ser, ustedes lo saben muy bien, interpretado de diversas maneras, pero también una época, un determinado momento cultural, político, social, modifica su pregunta el modo de relacionarse con el pasado sobre todo si pensamos ya más claramente en la experiencia argentina las lecturas que podamos hacer de doscientos años de travesía, de doscientos años de lectura laberíntica nos va a ir mostrando que cada momento que cada encrucijada reescribió su relación con el pasado. Que el pasado, en algún momento, se convirtió en un campo de batalla. En otros momentos quedó en un segundo plano, porque hubo épocas en las que hablar o discutir del pasado era discutir del presente. Épocas que sentían que no podían pensarse a sí mismas, que no podían transformar su propia realidad si de alguna manera no construían puentes de ida y vuelta con el pasado. Por ejemplo la mítica generación de los 60’-70’ discutía el presente argentino, discutiendo a Moreno, discutiendo a Castelli, a Saavedra, después discutiendo a Rosas, a Sarmiento, a Mitre, y lo hacía de tal manera que ese pasado que parecía, o que nos parece lejano, para aquella generación era un pasado que estaba metido de cuajo en su sensibilidad, en su vida espiritual, en su vida política era un ámbito de querella esencial.
Hay momentos en que la relación con ese tiempo “otro”, con ese tiempo que queda a las espaldas, hay épocas digo en las que efectivamente el pasado está allí de una manera muy intensa. Un muy interesante crítico literario, ensayista contemporáneo que se llama George Styler decía que: “las sociedades, de la misma manera que los individuos, tienen dentro suyo en sus imaginarios… en sus zonas más entrañables tienen han construido una relación con alguna forma mítica del pasado con algún tiempo maravilloso perdido. No hay individuo o no hay generación que de alguna manera no haya proyectado sobre ciertas peripecias de la sociedad o de su propia historia biográfica algún momento mítico, maravilloso o paradisíaco. Para algunos ese momento puede perfecto es la infancia. La infancia puede ser esa circunstancia única que otorga la rentabilidad de una vida. Puede ser también por supuesto un momento doloroso, un momento de profunda infelicidad. Yo soy de aquellos que se inscriben más bien en una vieja idea de Merlo Pontif, entrañable filósofo francés, que una vez tejió una frase que a mí me resulta, extraordinaria, maravillosa y tremenda. Merlo Ponti dijo que él nunca pudo recuperarse de su maravillosa infancia. Una frase tremenda, por un lado está esa relación única, entrañable con ese tiempo en el que se conforma la sensibilidad, los sueños, donde la felicidad y el miedo se conjugan y despliegan la historia de una vida, donde uno amanece en la lengua de la madre, pero también comienza a distanciarse de la lengua de los padres, donde uno es dueño, es juego, donde uno va construyendo su vida, pero también de algún modo la infancia es una territorialidad que nos marca, que proyecta sobre el futuro, que de alguna manera insiste sobre nosotros. Steiner también decía, que de alguna manera, cada época o cada generación suelen tener una referencia, un pasado, un momento de extraordinaria potencia. Él hacía en ese caso, en ese momento referencia….estaba pensado en la generación de europeos que vivieron la experiencia de la primera guerra mundial, una experiencia traumática, conmovedora, que rompió todo un mundo cultural. Y decía que esa generación tenía como pasado maravilloso perdido, detrás suyo, lo que había sido la belle epóque de las últimas décadas del siglo XIX, pero que el horror de la guerra lo había hecho estallar en mil pedazos. De la misma manera los textos culturales de casi todos los pueblos han proyectado la dimensión de lo paradisíaco, de un tiempo mítico, único, maravilloso, extraviado. No hay una ración, no hay historia literaria, no hay fecundidad poética que no esté, de alguna manera, relacionada con esos relampagueos que vienen de allá lejos en el tiempo. Y sin embargo hay épocas, y sobre todo creo que las últimas décadas del siglo pasado y, en parte todavía todos estos años que vivimos nosotros, hay épocas que suelen ser un poco autorreferenciales. Hay épocas que suelen pensar que la totalidad de la vida y de la experiencia empiezan y terminan en ellas mismas. Épocas que podríamos graficarlas como si estas paredes estuvieran forradas de espejos…todas, y la imagen que me devuelven una y otra vez es mi propia imagen. Es una época a las que les cuesta mucho pensar las deudas, la relación con el pasado o pasados, las distintas escrituras que articulan las biografías de una sociedad. Por eso a mí me parece absolutamente notable, absolutamente extraordinario este momento argentino-latinoamericano. Si lo comparamos con los años 90’, por ejemplo, años en los que ese presente absoluto parecía atravesar todas las regiones, conquistar absolutamente todas las formas de la vida, y de alguna manera el pasado era como un bochorno, algo a ser olvidado, pasado que mejor era ponerlo debajo de la alfombra porque una nueva demanda de globalización, de identidades que ya no remitían a sus propias diversidades sino que ahora parecían identidades fragmentadas o convertidas en modos equivalentes y pasteurizados para poder ser equivalentes en todas partes del mundo. De algún modo algo se ha conmovido no sólo porque estemos frente a la pregunta por nuestra historia, una pregunta que puede ser disparada por el bicentenario, sino porque de alguna manera, cada momento, o cada tiempo o cada época reinstala bajo nuevas condiciones algunas preguntas centrales para poder pensarnos de una manera radical, y de nuevo. Qué nos ha constituido, cómo nos hemos definido, qué ha pasado, qué nos ha atravesado, qué sueños, qué violencias, qué horrores se guardan de alguna manera en el interior de nuestra travesía como nación. De alguna manera la historia de una sociedad es como una biblioteca, cuando uno se enfrenta a una biblioteca y toma cualquiera de los libros, si se deja llevar por cierta dimensión del azar, el libro que abre lo conduce a un mundo, a una región que no necesariamente estaba previamente establecida antes de tomar ese libro. Una biblioteca es como una multiplicidad de ventanas que nos permiten recorrer, de una manera extraordinaria, el mundo y su vastedad. Desde lo poético, lo filosófico, lo literario, podemos incursionar mirando una biblioteca por la diversidad del mundo, por la diversidad de las palabras, de las lenguas, de las historias, de las tradiciones. Hay algo de eso en la memoria. La memoria tiene algo de elección, podemos elegir, supuestamente, algo que será recordado, pero también el recuerdo y la memoria nos toman por asalto. Borges decía en algún lugar que olvidamos para recordar, que el acto del recuerdo es también un acto de elección, a partir del cual algo queda afuera. Pero también recordamos para olvidar, es un doble efecto. Con los recuerdos sucede aquello que un viejo escritor, maravilloso escritor, que en un título dijo todo lo que se podía decir sobre la memoria y tituló toda su obra “En busca del tiempo perdido” y puso en esa imagen del tiempo perdido la posibilidad misma de sentir que el recuerdo, la memoria no es algo que de alguna manera podamos capturar de acuerdo a nuestras propias necesidades, sino que también hay algo de lo involuntario, de lo inesperado, de lo inimaginable, de lo que nos toma por asalto. La memoria tiene dentro suyo todos estos elementos que es por un lado un gesto consciente, puede ser un gesto político. Yo decía al comienzo que una sociedad, un país, convierte al pasado en un territorio de batallas. Hace del pasado una gramática del litigio, porque dependerá de la interpretación del pasado y de sus derivas lo que se esté discutiendo en el presente. No discutimos de la misma manera 1810 instalados en el 2010 que si estuviéramos instalados, imagínense por un momento, en 1990. Imagínense que la Revolución de Mayo en vez de haber acontecido en 1810 hubiese acontecido en 1795 y el tiempo de festejos del bicentenario hubiese caído en la década del 90’. Seguramente la relación con ese pasado, la relación con la Revolución de Mayo, con los doscientos años de itinerario argentino hubiera sido absolutamente diferente. ¿Qué hubiéramos festejado?¿Cómo hubiéramos leído esa historia?¿Qué imágenes hubieran pasado delante nuestro?¿Qué relato se hubiera construido?.Seguramente que aquella Argentina, una Argentina muy peculiar, una Argentina que tenía sus propias problemáticas, sus propios fantasmas, sus propios espectros, hubiera construido un vínculo con ese caminar argentino de doscientos años completamente distinto al que , por ejemplo, podemos pensar hoy. Cuando en otros contextos de la Argentina, cuando la Argentina se imaginó que su lugar de residencia quedaba allí más allá de los mares. Que su mundo cultural, su mundo biográfico, su expectativa era Europa, seguramente que esa Argentina hacía una lectura del pasado, la lectura que hacía de sus tramas histórico-culturales eran muy diferentes a una Argentina actual que siente que, como en un viejo poema de Borges, nos atraviesa un destino usurero. Que volvemos a inscribirnos en una historia latinoamericana, que América Latina palpita en nuestro interior, nos conmueve, nos cuestiona. Sentimos que hay relaciones, imbricaciones, vínculos, algunos subterráneos y otros muy evidentes con aquello que está pasando en el continente, en América Latina. Por lo tanto en el 2010, momento del bicentenario, leemos de otros modos, nuestra relación con la gesta sanmartiniana, con Bolívar, o la historia, por qué no, de los invisibles de América Latina, de aquellos que permanecieron del otro lado, excluidos, ocultados. Todo ese mundo cultural-simbólico, todo ese mundo material de cuerpos humillados sistemáticamente durante siglos y que hoy, sin embargo, aparecen bajo nuevas condiciones.
En otro contexto yo hubiese dicho, por ejemplo y sin ningún tipo de problema, la palabra “indio”. La hubiera pronunciado y nadie me hubiera dicho nada. Ahora, si pronuncio la palabra “indio”, tengo que dar una serie de explicaciones. Tengo que decir: no, perdón… aborígenes… mh…ahí tropiezo también con una palabra que no tiene una significación demasiado clara. Tengo que decir, que no sé si me sale decirla con tanta espontaneidad, “pueblos originarios”. Pero claro, hay una connotación cultural, política, social, algo que está pasando. No es la misma visión que tenemos de los mundos campesinos e indígenas después de la experiencia de Evo Morales en Bolivia, que antes de esa experiencia, sin ninguna duda. No es la misma lectura que podemos hacer de toda una travesía histórica a partir de las condiciones del presente, que vuelve a reescribir hacia atrás la historia también, porque este es un punto que me parece: fundamental y notable… el pasado no es algo, decía al comienzo, como si fuera objeto está terminado como un expediente cerrado y lo colocamos en una vitrina y lo podemos observar y si somos historiadores o eruditos, nos dirigimos a algo que ya sucedió. No, el pasado, de alguna manera, vuelve a insistir en cada época, en cada presente, y por lo tanto hay una responsabilidad en relación al pasado. Cada momento implica un tipo de lectura, un tipo de interpretación e implica también un daño o una recuperación del pasado.
Yo siempre recuerdo que durante algunos años, allí a mediados de los ochenta, por el año 86 creo que era 87, tuve la suerte de ir a dar clases a la Universidad del Comahue en Viedma. Y cuando uno llegaba, hace mucho que no voy a ese aeropuerto pero supongo que debe estar más o menos igual, la primera imagen que era impresionante era de un cuadro muy famoso que estaba allí en la pared principal de la entrada ya al aeropuerto nos mostraba al General Roca con todo su estado mayor montados a caballo y mirando al horizonte desértico. Ahí se estaba escribiendo una historia, ahí ya se estaba habilitando una interpretación de la realidad argentina, que de algún modo nos acompañó durante mucho tiempo. La palabra “desierto”, la utilización de la palabra desierto tiene connotaciones culturales, ideológicas, marca un sentido. Si yo digo: la conquista del desierto, estoy diciendo que estoy conquistando una tierra yerma, un lugar vacío, a la intemperie la estoy civilizando, la estoy trayendo a la vida, a la cultura, a la civilización. Por lo tanto ya estoy connotando y estoy ejerciendo un acto descomunal de violencia, violencia verbal, violencia retórica, violencia icónica, Pero también violencia física porque hay una relación muy profunda, intrínseca entre la violencia verbal, los modos retóricos del decir y la violencia física. Siempre se comienza “invisibilizando” al otro, preparando las condiciones para narrarlo de tal manera que quede sujeto a mi propia decisión. Entones ahí tienen un modo de construir la historia. Ese cuadro es un modo de construir la historia. Hoy, sin dudas, litigamos con ese cuadro, litigamos con ese discurso de la historia, lo pensamos desde un lugar completamente distinto. Lo mismo podríamos decir en relación a distintos momentos de la experiencia argentina. Si pensamos en los años de la dictadura, sin dudas que la experiencia de la libertad es muy diferente para un individuo cuando está atravesando la pérdida absoluta de la libertad, que, cuando ya lo separa de ese momento tan horroroso, varias décadas.
Jean Paul Sartre, yo diría uno de los últimos grandes intelectuales de aquella tradición del compromiso político, cultural, decía algo extraño y extraordinario “…que los franceses nunca habían sido más libres que bajo la ocupación alemana…”, durante la segunda guerra mundial. Esto parece un poco absurdo, la ocupación alemana, el nazismo, el fascismo, cómo es posible que alguien pueda ser libre bajo el horror bajo un sistema de opresión absoluta. Y Sartre agregaba “…porque cada acto, por pequeño que fuera, casi por insignificante que fuera, se convertía en un acto absoluto de libertad”. Por lo tanto la significación de la libertad en ese momento de pérdida radical, de opresión, de oscuridad, tenía una connotación, una potencia fenomenal. Claro, yo les decía, somos responsables respecto de las generaciones venideras y, por eso, hoy hay un gran debate en gran parte de América Latina y en muchas sociedades en las que se debate la sustentabilidad al medio ambiente, de la naturaleza. Pero también somos responsables respecto del pasado, de la memoria de aquellos que transitaron nuestro propio pasado. Es decir, si la historia o la memoria o el pasado no es algo clausurado, no es algo que está de una vez y para siempre cerrado, sino que el pasado es algo que vuelve sobre la experiencia del presente, cada generación de alguna manera lo que descubre es que su biografía, su lengua, sus palabras están profundamente vinculadas con la trama del pasad. Y acá hago un pequeño desvío, dije “palabras” hace un momento les planteaba la diferencia entre decir indio, aborigen, pueblos originarios. Cada época construye palabras propias, también toma de la cantera de la lengua otras palabras que tienen una larga historia, algunas las puede densificar, darles potencia y a otras las puede hacer enmudecer. Porque a las palabras les pasa como a las personas: se vacían, “se epilecen”, se prostituyen, carecen de sentido. Hay palabras que ya no nos dicen lo que les decían a otra generación. Hubo generaciones que sintieron que la palabra “utopía”, por ejemplo, se convertía en aquello que las atravesaba, que las galvanizaba, que les permitía pensar no solamente en un futuro lejano sino que sentían que la utopía era parte de su experiencia presente. Yo recuerdo, que hace unos pocos años, en una de las clases que yo doy en la Universidad de Buenos Aires, con chicos que ingresan a la universidad, habíamos puesto en la segunda parte del programa de ciencias políticas, hacíamos decidido hacer una genealogía de la utopía. Una historia de la utopía empezando por Tomás Moro, por Campanera, utopías renacentistas, y así hacer un viaje hasta las utopías del setenta. Pero al comienzo con la primera clase, el primer teórico, yo les preguntaba, imagínense como si yo les preguntara ahora, estos alumnos con dieciocho años o diecinueve, les preguntaba allí por el año 2002-2003, que a veces parece poco tiempo, pero hay un abismo entre una época y otra. No es la misma percepción de la Argentina en noviembre del 2001, hagan el esfuerzo, horroroso esfuerzo, por un instante de sentirse instalados en noviembre del 2001 con esa sensación del país en abismo. Todos sabíamos, eran como esos dibujitos animados en los que el personaje va corriendo y corriendo y corre por el abismo y sigue corriendo hasta mira para abajo y se da cuenta que está en el abismo y se cae. Bueno la Argentina era eso al final de los años 90’ todos corríamos y sabíamos que en algún momento íbamos a mirar para abajo y nos íbamos a desbarrancar, pero bueno sin dudas que hablar de diciembre del 2001 no es la misma mirada que puedo tener de ciertas cosas, sobre todo de la utopía, que al lado por ejemplo del 2010, al menos tenemos la posibilidad de discutirla de otro modo. Yo les preguntaba recién salidos o en medio de la catástrofe, de la fragmentación, vaya a saber para adónde íbamos a ir a parar, les preguntaba a los chicos qué resonancias tenía para ellos la palabra utopía, si me podían decir pocas palabras, una, las que quisieran sobre qué era para ellos la utopía. Y lo más llamativo es que, las respuestas en general, eran absolutamente atravesadas por la demanda de la propia época. La posición digamos más próxima a un espíritu utópico era “vagas ilusiones”, algo ilusorio, una quimera, un imposible, un sueño loco. A ninguno se le ocurría establecer una relación entre la palabra utopía y su propio presente, es decir no se le ocurría imaginar, como diría un viejo filósofo “que la utopía puede ser una energía transformadora del presente”, porque es un sueño desiderativo, es un deseo de un mundo distinto al que uno está viviendo y aunque ese otro mundo distinto no pueda realizarse nunca es una energía poderosa para hacer la crítica del presente. No hay nada más bochornoso, para una época, que perder toda capacidad de criticar su propia vida, como para un individuo, no hay individuo más ciego que aquel que no puede discutirse, que no puede discutir sus propias certezas. Decía el viejo Kant, filósofo venerable también si los hubo, decía que el individuo ilustrado y crítico era aquel que era capaz de hacer un uso crítico de su propio entendimiento. Pero qué significaba hacer un juicio crítico del entendimiento, no criticar las certezas del otro, Kant decía que eso era muy sencillo, lo más difícil es atravesar con los ojos de la crítica las propias certezas, para ver si uno se sostiene en su mirada de sí mismo y del mundo.
Y, de algún modo, uno puede decir que hay épocas que son raras y por eso son, en algún sentido, extraordinarias o excepcionales o anómalas en las que una sociedad se discute todo. Es difícil discutir todo, no le es fácil a una sociedad, de la misma manera que no le es fácil a una persona estar discutiendo aquello que lo conformó como individuo; discutiendo con sus padres, con sus amigos, con su mujer, lo que fuere. Y, sin embargo, hay momentos: poderosos, únicos en los que, de alguna manera, bajo otras condiciones, una sociedad discute su trama, sus dudas, su pasado, su presente, tal vez su futuro. Y lo que hace también es volver sobre las palabras, es volver sobre el lenguaje porque estamos habitados por la lengua. El mundo es maravilloso uno ve ahí hay una luna increíble allá arriba, pero si el poeta no la convierte en poema a esa luna, y si no tenemos palabras para nombrarla, la luna no es luna. Hay un poema maravilloso de Borges “Las diversas maneras de decir poéticamente la luna”.
Somos, porque hay lengua en nosotros. La lengua es la proliferación de la diversidad de los mundos. Decía Stainer, del que hablaba hace un rato, que cada vez que desaparece una lengua, y desaparecen permanentemente, lo que se empobrece es el mundo, porque las lenguas nos permiten ver el mundo en su proliferación, en su diversidad, en sus estructuras enigmáticas, en su rasgo absolutamente inabarcable. Si yo digo “perro” en mi lengua, seguramente no estaré diciendo lo mismo que lo que se puede decir en chino de la palabra perro o en alemán, o en eslavo. Cada palabra se inscribe en una memoria cultural, en una memoria del sentido, en una historia. Y hay palabras que en un determinado momento ocupan un lugar formidable. Les doy un ejemplo de otra palabra, hace un momento hablé de la utopía, si uno le hubiese preguntado a algún joven que iba camino a El Bolsón o a Caimandú o a la Selva Misionera en los años 60’ qué le significaba la palabra utopía, seguramente hubiera dicho algo diferente a lo que contestaba un joven al final de los años 90’. La palabra “revolución”, por ejemplo, es una palabra interesante. Originalmente proviene del léxico de la astronomía. La revolución es el movimiento que recorre un cuerpo desde un punto y el retorno al punto de partida, todavía hablamos de revoluciones de un motor que tiene la forma de lo elíptico, de lo circular, lo que retorna al punto de partida. En 1789 se inventó una nueva significación de la palabra “revolución”. La Revolución Francesa dijo: la revolución es el cambio radical del mundo. Tan radicales fueron los jacobinos que hicieron la revolución, que incluso le cambiaron los nombres a los meses del año, derogaron el calendario gregoriano. Imagínense, por un instante, que en lugar de llamar “septiembre” a septiembre le ponemos otro nombre. Es un cambio colosal. Levantarse a la mañana siguiente nombrando el mes del año con otro nombre. Los revolucionarios franceses, que hicieron una revolución en serio, estaban absolutamente convencidos que una revolución implicaba guillotinar a un rey, pero también cambiar la vida y el lenguaje. Y, a partir de allí, surgió el mito de la revolución en la modernidad. Un mito extraordinario, prolífico que atravesó la vida literaria, la vida política, la vida de las sociedades. Uno podría decir que hasta los años 70’ la palabra revolución connotaba “algo”, y cualquiera que pudiera dar su opinión a esa palabra seguramente tenía algo que decir en consonancia con esta idea de transformación, del cambio de la vida, de las mutaciones radicales. La revolución implicaba eso. De repente la revolución se transformó en un slogan publicitario para vender un jean o cigarrillos Parisién (vieja propaganda ¿no?). Un cuadro de Delacroix, famoso cuadro de un pintor francés representando en el siglo XIX la libertad con el gorro frigio arriba de una barricada con la bandera tricolor, los pechos al aire era la imagen también de la revolución. Bueno eso se convirtió en la publicidad para vender cigarrillos, por lo cual algo le pasó a la palabra revolución. Pero algo también le pasó, por ejemplo, a la palabra “igualdad”. En los años 90’ la palabra igualdad fue devastada, nadie pronunciaba la palabra igualdad se pronunciaban otras palabras por qué, porque el tiempo en los años 90’ estuvo signado por otras cosas, incluso hubo una especie de sociólogo, filósofo, periodista norteamericano- japonés que al final de los años 80’ se llama, porque vive todavía, y de vez en cuando insiste en escribir alguna cosa, Francis Fukuyama, anunció el fin de la historia. La historia había terminado. ¿Qué raro que es esto, no?¿Qué quiere decir que la historia terminó?. Y ya no había más historia, porque la historia era el territorio de los conflictos, el territorio de las luchas, y como había caído el Muro de Berlín y ya no había el enfrentamiento entre dos modelos diferentes de sociedad, y había triunfado la economía de mercado y había triunfado, supuestamente, la matriz ya definitiva, de la democracia liberal, la historia estaba terminada. Los años noventa se inscribieron en esa irradiación: fin de las ideologías, muerte de la historia, final de los grandes relatos y lo que pareciera que dominaba la escena eran los humores del mercado. ¿Se acuerdan?, fueron los años dominados por los economistas, por ciertos economistas. Era como volver al hombre de las cavernas que frente a una noche tormentosa sentía terror absoluto por no saber lo que pasaba. Eso era lo que nos pasaba a nosotros cada vez que hablaba un economista en los años noventa. Ya no teníamos recursos, lenguaje para decir algo diferente a lo que parecía estar escrito de una vez y para siempre: un orden mundial consolidado, la globalización. Esa palabra era mágica, uno no sabía qué decir y era la globalización. Si uno quería ser más sofisticado, y acá los periodistas son sofisticados, decía es la “posmodernidad”. En otras épocas se hablaba de la dialéctica y se hacía un gesto de esta naturaleza (extiende el dedo índice y el pulgar y, flexiona ambos dedos para formar un medio rectángulo y hace un movimiento de vaivén girando la muñeca). Bueno, esas palabras muchas veces lo que esconden es que no pueden decir lo que está pasando. La palabra globalización fue una palabra, que de alguna manera, nos atravesó, nos dejó en silencio, casi nos impidió pensar. Esto no significa, por supuesto lo que sería materia de otra conversación, que una de las características más complejas de las últimas décadas son los fenómenos, cada vez más convergentes, de homogeneización cultural, social. Un chico mexicano, un chico argentino o de Bangladesh, o de Tokio, o de París para armar distintas partes del mundo… mira, construye y tiene gustos absolutamente intercambiables como no existían en otros contextos. Estamos, sin duda, en un tiempo en que los medios de comunicación, las lenguas globales tienen una incidencia decisiva, pero también en el interior de esa experiencia global, homogeneizante, también empiezan a surgir bajo nuevas condiciones las interrogaciones respecto de la diferencia. Qué hace que yo no sea exactamente igual al otro, comienzan a emerger las preguntas por la biografía, así como un individuo no es absolutamente nadie si carece de nombre propio. Por eso los campos de concentración, en los campos de exterminio en la Alemania nazi y en Argentina a los prisioneros se les expropiaba el nombre y se les asignaba un número, porque el que no tiene nombre carece, a los ojos del represor del carcelero, carece de humanidad, porque la humanidad es un nombre, es una biografía, es una historia, es aquello entrañable que nos ha constituido. Es el sueño de nuestros padres transformado en un nombre y quien pierde un nombre, quien pierde su nombre se pierde a sí mismo. Y una sociedad se puede perder, perfectamente se puede perder. No hay garantías de que una sociedad o un pueblo, sea maravilloso o virtuoso, también puede entrar en su propia noche, en su propia locura, en su propia criminalidad, y lo sabemos muy bien. Hay un poema, un extraordinario poema, de uno de los grandes poetas argentinos que se llamaba Néstor Perlongher que se llama Hay Cadáveres. El poema mira a la Argentina desde arriba, y la Argentina se parece en un punto a un texto único escrito hace más de dos mil quinientos años atrás, por un trágico, que se llama Antígona. Antígona es aquella que quiere darle sepultura a los restos de su hermano y Creonte, el tirano de la ciudad, se lo impide. De alguna manera dos mil quinientos años de historia pueden ser leídos como las permanentes lecturas e interpretaciones de Antígona. Fíjense ustedes que Antígona es la obra de teatro más representada en la historia de la humanidad. Interesante pregunta porque Antígona es la historia del conflicto de poder, del conflicto con el poder profano, pero también del poder de los dioses. Es la pregunta por el destino, es la pregunta por los muertos. Yo les hablo, y mientras les hablo también hablan espectros, fantasmas, muertos. Cuando uno ve una biblioteca y toma un libro, cuando piensa en aquello que nos formó somos deudores de los muertos. Es decir, permanentemente estamos dialogando, lo sepamos o no. Ojalá que alguno pudiera saber de quién es deudor, pero estamos dialogando con ….los muertos. Es raro que uno pueda leer un texto escrito hace más de dos mil quinientos años bajo otras condiciones culturales, sociales, económicas y en otra lengua. Qué tiene que ver con nosotros el siglo VI o el siglo V de la Grecia de aquellos años anteriores a Cristo, y sin embargo ahí hay un texto, muchos, pero estoy eligiendo uno solamente (Antígona). Podría elegir Edipo también si ustedes quieren o Electra. Hay un texto que logra trasgredir todas las fronteras de los tiempos y sigue interpelando a cada generación, porque cada generación lo lee bajo su propia experiencia, con sus propias necesidades. Lo inventa, Antígona es permanentemente reinventada. Nosotros leemos el comienzo de Facundo de Sarmiento, comienzo majestuoso, y sin dudas no es la misma lectura que hacemos de esa sombra que está allí que la que hubiera hecho un lector en el primer Centenario, hubiera leído de otra manera la historia de Facundo. Y vuelvo sobre lo mismo: el lenguaje es algo que está siempre en lugar de litigio, de querella, de olvido y de retorno. Hoy volvemos a discutir un montón de cosas en la Argentina que hacía mucho tiempo que no discutíamos. Estamos en debate, debatiendo una historia. Tuvimos la oportunidad de observar en los festejos del Bicentenario algo muy raro, muy raro, no sólo la sorpresa de las multitudes, porque más bien el imaginario de los últimos tiempos es antagónico a la idea de multitud, más bien la multitud es el horror, porque la violencia es la inseguridad. Las megalópolis contemporáneas son lugares absolutamente peligrosos. Sin embargo, pudimos ver durante varios días multitudes: pacíficas, festivas, reflexivas. Y junto con esas multitudes que modificaban, de algún modo, ese criterio, ese paradigma para usar una de esas palabras sofisticadas de la epistemología. El paradigma era el individuo, el ciudadano consumidor “yo quiero que garanticen aquello que estoy comprando y si no que me devuelvan el importe y… yo soy dueño de mis impuestos, a mí no me vengan con que el dinero se usa para otra cosa”. Cuando de repente con que un paradigma, una idea cambiaba, y que aparecían multitudes que se entrelazaban con un relato llevado adelante por un grupo que tiene un continente y un contenido de experimentación de una estética también formidable como lo es la fuerza bruta. Digo, era difícil compaginar un tipo de gigantismo teatral en medio de una multitud que, de alguna manera, se había presentado insospechadamente. Se esperaba gente y, uso esta palabra, porque también de esta palabra se podría dar toda una conferencia. Quién es gente y quién no es gente. Y qué significa cuando uno habla, de una palabra maldita en los últimos tiempos, que ahora vuelve bajo nuevas condiciones como es la palabra “pueblo”. ¡Cuidado con usar esa palabra! . ¿Qué es el pueblo? El pueblo parecía que era ese mundo clausurado de una vez y para siempre, pero ahora ya somos sofisticados, civilizados, estamos cerca del primer mundo, todos somos gente, salvo aquellos que portan un rostro que no les permite ser gente para el relato dominante y hegemónico que se guarda el concepto de gente. Bueno, ahí apareció una ruptura del concepto de gente. Apareció la multitud, la plebe, la canalla, uso nombres literarios de un Don Víctor Hugo, Alejandro Dumas, quizás. La canalla, la plebe, la gente que venía de los suburbios, y que venía en un estado extraño, porque lo que se esperaba era, por supuesto, que ya entre ese que venía del suburbio y el relato articulado como obra de arte ya no existe relación, los puentes totalmente cortados. Y, sin embargo, durante días con colas interminables para entrar, no sé, al stand de las Madres de Plaza de Mayo o de alguna provincia. Y , después, el momento del desfile que es interesante porque tiene eso que yo intentaba transmitirles al comienzo de esta charla. Hay momentos únicos en los que el enigma del arte logra irradiar sobre un mundo social y se produce un intercambio. Son momentos únicos. Y esto no significa que el arte tenga que estar a disposición de un sentido social, de un sentido político.
Hemos aprendido que creer que el arte nos hace más virtuosos, es un error fenomenal. Creo que era Harold Bloom, crítico literario que escribió su propio canon. Que decía que ¿Por qué leer a Shakespeare? …yo confieso que fui invitado a Ushuaia a hablar de lectura, pero después también fue invitado para dar esta charla, entonces estoy mezclando las dos dimensiones en una asociación libre ¿no?. Para que no se aburran mucho esta noche tan bonita de Ushuaia. Entonces por qué leer a Shakespeare, una pregunta interesante, por qué leer Antígona, por qué leer La Divina Comedia o por qué leer Rayuela, por qué leer a García Márquez, caso de García Márquez sí, pero ya no es mi contemporáneo. Entonces Bloom da una respuesta interesante, él le decía al periodista que le preguntaba:-su yo (el de cada uno de ustedes) es un yo como el mío, más o menos común, con alguna experiencia digna de ser relatada, quizás ¿no?. Quizás cada uno de nosotros guarde alguna experiencia en su vida que pueda convertirla en relato para sus hijos, amigos, pero, en general, la mayoría de nosotros tenemos vidas comunes. Vamos a ponerles incluso el nombre de “mediocres”, vidas. Qué sabemos del amor, de la violencia, del dolor, de los celos, de la traición, sólo lo que nos han contado. Quizás alguno tuvo y algo de eso lo tocó en algún momento de la vida. El sufrimiento siempre es paridor, de algún modo, de otra mirada del mundo, mientras que la felicidad como él ve, idiotas consumados. Como el amor, es la cosa más inútil a la hora de preguntar críticamente aquello que me está pasando, porque simplemente el amor es una constitución de aquello que irradia sobre mí que me produce un estado de éxtasis y que elimina cualquier interrogación crítica. Por eso no hay nada más imposible de establecer, que es describir el objeto del amor, de una manera neutral, cuando uno está enamorado. Y no hay nada peor que describirlo cuando uno dejó de estar enamorado. Son dos mundos completamente distintos. Pero Harold Bloom decía: imagínense que a su pequeño yo, usted le pudiese agregar ese yo inconmensurable, para él Shakespeare, en realidad, le susurró a Dios y Dios creó a partir de lo que Shakespeare le susurró al oído a Dios. Esta es la imagen que tiene Bloom de Shakespeare. Por eso imagínese que usted a su pequeño yo le agrega lo que Shakespeare nos dijo a través de sus personajes: Hamlet, Macbeth, Otelo, el que ustedes quieran, Enrique III, Romeo, Julieta, le agregan lo que cada uno de sus personajes supieron de la violencia, del amor, de la traición, de la culpa. Seguramente su posibilidad de ver sería diferente. No es porque usted va a ser más virtuoso, porque si algo que no nos enseña la lectura de Shakespeare es a ser más virtuosos, más bien hay personajes que ¡son terribles!. No se trata de asociar literatura y virtud, se trata de asociar literatura, escritura, poesía, teatro, obra de arte a complejidad en bruto, a diversidad, a potencia para ver de una manera más amplia las cosas que nos atraviesan y que nos constituyen. Es como el lenguaje insisto, como les decía hace un rato, cuanto menos palabras utilizamos para describir el mundo, más pobre se vuelve el mundo. Es casi un camino de ida y vuelta, se gastan los colores. Si yo frente a un paisaje digo: ¡qué lindo!... que yo sepa de ahí no sale ningún poema. Si mis ojos descubren los colores y mi memoria central de la lengua descubre las palabras para transformarlas en lenguaje poético, seguramente el mundo será dicho de una manera diferente.
Entonces si volvemos a esto que les estaba planteando, si volvemos a las preguntas por las palabras que hemos recuperado o que estamos discutiendo. Si volvemos sobre esa escenificación, hablaba del Bicentenario. Fíjense una cosa no menor. Hago un paréntesis y vuelvo y trato de volver a hilar lo que ustedes piensan que me olvidé, pero prometo que vuelvo sobre lo que fui dejando en suspenso. La primera revolución y la más radical de las revoluciones independentistas y emancipatorias en América la hicieron los negros esclavos de Haití. Y, sin embargo nosotros, fíjense como todavía se sigue colando la lógica del prejuicio, la lógica del olvido, decimos que éste es el tiempo de los bicentenarios. Pocos recuerdan que en 1804 y 1805 los esclavos, que ya venían de rebeliones extraordinarias desde toda la década del noventa, en Haití una de las tierras más desoladas y lastimadas del planeta, no por casualidad porque Haití había recibido la venganza de los poderosos de siempre: de los franceses, de los norteamericanos que siguen lastimando esas tierras a la que también lastima la naturaleza. Pero en un momento, imagínense ustedes, es la única revolución de esclavos que conoce la historia de la humanidad. Hay un relato mítico de Espartaco, pero en realidad Espartaco era un gladiador, fue un movimiento con otras características. Pero si hay un movimiento entrañable, extraordinario, libertario y emancipatorio fue el de los esclavos negros de Haití. Y cuando elaboraron su constitución pusieron en uno de sus artículos algo descomunal e inimaginable, dijeron de ahora en más todos somos negros. Todos somos negros. Y les cuento una anécdota para que se entienda lo que quiero decir con esto. Mucho más radical que la Declaración de los Derechos del hombre y del ciudadano, para tener derechos no solo bastaba con ser hombre sino que también había que ser ciudadano. Y a los esclavos primero se los aceptó porque se impusieron los haitianos, pero después Napoleón reintrodujo o intentó reintroducir la esclavitud y vino nuevamente la lucha independentista. Y gran parte de la lucha por la independencia de la América sureña hay que ir a debérsela, no como nos enseñaron en los libros de historia, siempre nos enseñan la Revolución norteamericana en 1776 y la Revolución Francesa en 1789 y nadie habla de Haití. ¿Ustedes habían escuchado algo de Haití?. Salvo el terremoto salvaje, salvo el horror de la dictadura de Duvalier que todo parece que cae vaya a saber de dónde, pero nadie les relata esa otra historia. Cuando Bolívar estaba en soledad los que sostuvieron con dinero, con hombres, con tropas y alimentaron el sueño independentista de Bolívar, fueron los independentistas haitianos.
Me cuenta un amigo, una anécdota extraordinaria, para que vean lo que es la lógica de la lengua y cómo el prejuicio habita la lengua y cómo la lengua nos hace ver de una determinada forma el mundo. Cuenta la anécdota de un negro canadiense que entra a República Dominicana. Llega en su vuelo, saca su pasaporte, se lo da a la gente.. que está allí, esta gente le da un papel que tiene que llenar que es un permiso de estadía, va llenándolo, se lo entrega y, cuando lo revisa este agente de aduana le dice acá hay un error le dice a este señor, que era negro canadiense, afro-americano, que queda más bonito. Le dice acá hay un error, usted donde dice “raza” puso “negro”, pero usted no es negro. El hombre…pensó que su español era un poco esquivo y pensó que había escuchado mal y le dice: perdón, no lo entiendo. No, no, es que usted no es negro. Entonces se mira mi padre, mi abuelo, todos somos negros. No, no, negros son los haitianos. En República Dominicana, incluso los negros dominicanos usan la palabra “negro” para referirse a los que están en la pirámide social en lo más bajo de lo bajo. Esa es una palabra que arrastra prejuicio, descrédito, desprecio. Entonces claro, este hombre no podía ver a un negro en un ciudadano de Canadá, no podía ver a un negro. Un negro es un haitiano. Los ojos miran lo que previamente hemos construido, no hay una mirada virginal, nunca, no existen las miradas virginales. Ya nacimos, decía hace un rato, con la lengua de nuestra madre y los prejuicios de la lengua de nuestra madre. También las maravillas de la lengua de nuestra madre, y vamos aprendiendo, y vamos construyendo, y estamos atravesados por todo aquello que nos constituye y que articula nuestra manera de entender el mundo.
Entonces si digo que las palabras van mutando, las formas de leer también van mutando. Alguna vez escribí un ensayo se llama “En la biblioteca”. Un día se me ocurrió preguntarme qué le había pasado a mi biblioteca en los últimos treinta años. ¿Qué le había pasado?¿permanecía igual?. Los libros que estaban ¿estuvieron en el mismo lugar desde el comienzo?¿por qué algunos libros que, por ejemplo, en los años 70’ ocupaban el centro de la biblioteca ahora, si habían sobrevivido las catástrofes y a los perros de la noche de la Argentina, estaban en el último de los estantes, ahí arrumbados o ya cubiertos de telarañas?¿por qué la biblioteca también va cambiando con el transcurso de los tiempos? Y las lecturas que fueron formidables, entrañables, únicas en un determinado momento, o para una generación, para otras no significan nada?. Por ejemplo, hay un prólogo monumental de Sartre de los condenados de la tierra de Frantz Fanon, uno de los grandes teóricos de la negritud, de la rebelión de los oprimidos, que en los años 60’ se vendía como pan caliente. Ahora … de a poquito…Fanon vuelve, pero relativamente, ya nadie puede leerlo del mismo modo. O fíjense en 1964 a Sartre le dieron el Premio Nobel ¿Saben lo que hizo Sartre?. Lo rechazó…uno diría ¡está loco! ¡Un millón doscientos mil dólares! ¡El premio Nobel!. En el contexto de 1964 el gesto de Sartre, era un gesto de época. Era un gesto que estaba vinculado a una forma de ver el sistema. Sartre dijo no me interesa ese premio. Hoy todos queremos… ojalá que el Comité de Oslo les dé a las Abuelas de Plaza de Mayo el Premio Nobel, sabiendo que ese Premio Nobel hace poquito se lo dieron a Obama, no sólo antes de que Obama hiciera nada, sino una vez que había hecho lo que ya sabemos que hizo, pero…bueno. Cada época le da una significación distinta y ahí está el discurso memorable que dio García Márquez cuando le entregaron el Premio Nobel. Sartre dijo: no, porque era otro contexto, otro momento histórico.
Para no irme muy largo y habilitar las preguntas porque ..(Mira su reloj). Lo que me interesa y me interesaba transmitirles es esta relación, este vínculo con la lengua, con la memoria, con los libros, el vínculo entre el pasado y el presente, la manera de cómo el tiempo es una construcción, el modo de cómo el lenguaje nos habita, el modo de cómo hay una querella en el interior. De la manera a través de la cual decimos, mostramos, construimos sentido. Volviendo al comienzo, seguramente que la sorpresa que tuve al ver ese cuadro en el aeropuerto de Viedma en 1986, fue de un carácter distinto a la que hoy tenemos frente a ese mismo cuadro, cuando otra es la contemporaneidad de América Latina, y otra es nuestra lectura de la historia de nuestro propio país. Y, cuando tomamos esta representación, este relato: estético, político de la historia, porque todo relato de la historia es político también, esencialmente político, también estamos recuperando esa palabra. En los años 90’ era una palabra prostibularia, una palabra vacía, una palabra basura, una palabra asociada a lo peor. Y hoy volvemos, junto a otras palabras, a recuperar una palabra que estaba dañada sin la cual no hay transformación más equitativa, más solidaria y más igualitaria de la sociedad. Sin política una sociedad termina bajo el dominio de los gerenciadores de empresas, que fue la gran utopía de los años 90’. Que estas sociedades fueran gerenciadas por gerentes: Collor de Melo en Brasil, Fujimori en Perú, los herederos millonarios en Argentina …gerentes.
Cierra su conferencia Ricardo Foster. Se habilita la conversación con el público presente.